AJosiah Franklin, un fabricante de velas y jabón, tuvo 17 hijos, el décimo de los cuales fue Benjamín. Vino al mundo en Boston el 17 de enero de 1706, desde el vientre de Abiah Folger, la segunda esposa de Josiah. Como el padre no tenía tiempo para atender personalmente a sus hijos, apenas Benjamín concluyo la enseñanza escolar básica, lo puso al cuidado de su hermano mayor James quien lo incorporó como ayudante en su imprenta.

Por un lado fue positivo haber adquirido la experiencia de la imprenta, pues así Benjamín pudo ejercitar tanto lectura como escritura. Lo segundo en razón a que su hermano editaba un periódico, The New England Courant. Si bien James no dejaba que “Ben” escribiera allí, nuestro personaje optó por enviar satíricas cartas al editor, firmadas con el significativo pseudónimo femenino “Silence Dogood”. Estas cartas fueron un éxito, pero, cuando James se enteró de quien era su verdadero autor, se enojó y castigó a su hermano menor.

Por otro lado la experiencia en la imprenta tuvo su lado negativo pues los hermanos terminaron disgustándose de manera irreconciliable, lo que llevó a Benjamín a abandonar el alero familiar y salir a buscar fortuna por otros lados. Casi sin nada de equipaje, emigró hacia el sur, pasando por New York, New Jersey, hasta encontrar un trabajo en una imprenta en Philadelphia. Sus habilidades llamaron la atención del gobernador del estado, quien le ofreció ayuda para establecerse de forma independiente si el joven Franklin adquiría moderna maquinaria en Londres. Así Benjamín partió a la capital del imperio del cual dependían las colonias norteamericanas. Sin embargo, el gobernador no cumplió su palabra, le dejó a su suerte y Benjamín hubo de buscar nuevamente un trabajo inicial en una imprenta londinense. Fueron años duros, en los cuales la lectura fue su gran refugio.

A su regreso a Philadelphia, la vida le comenzó poco a poco a sonreír, al involucrarse más en actividades cívicas en paralelo con su trabajo de impresor y con sus afanes culturales. En 1928 tuvo un hijo, William, de una relación pasajera. En 1930 se casó con Deborah Read, el amor de su juventud, a quien su esposo había abandonado. Tuvo aquí un hijo, que falleció más adelante, y una hija que lo sobrevivió. A esta familia incorporó a William, su hijo anterior.

Sería largo seguir las huellas de Benjamín Franklin en los distintos ámbitos en que intervino: agente de seguros (fundando una compañía), industrial, empresario, político, diplomático, filósofo y científico. Ilustremos con un par de pinceladas esta última característica.

En sus viajes había observado experimentos electrostáticos básicos, como la electrización por frotamiento, atracción y repulsión de cargas y otros de naturaleza similar muy en boga por mediados del Siglo XVIII. El los repitió en Philadelphia, pero llegó más lejos pues estudió las interacciones entre cargas incorporando efectos geométricos, muy particularmente el efecto de las puntas. Así descubrió que en su afán de repelerse las cargas eléctricas se van a los extremos de los metales y que en la oscuridad estas puntas se ponen luminosas al descargarse de su electricidad. Fue Franklin quien designó como positiva la electricidad “vitrea” y negativa la electricidad “resinosa” (según el objeto frotado) condenando así al electrón a tener carga negativa. Naturalmente nada habría cambiado si Franklin hubiera optado por la alternativa opuesta, excepto que escribiríamos unos cuantos signos menos en electromagnetismo aplicado a física atómica, molecular o de sólidos.

Pero Franklin también observó que se facilitaba la descarga de objetos electrizados al acercarles objetos metálicos puntiagudos. Con esto concibió el pararrayos, como una manera de “descargar las nubes” a la tierra, sin que el rayo impactara las casas produciendo incendios, en los cuales él estaba particularmente interesado por los seguros que mencionamos antes. Es así como concibió la idea de instalar un pararrayos experimental en un lugar elevado de la ciudad. Sin embargo, mientras aquello se construía y no pudiendo esperar más, concibió la idea de ir a descargar directamente una nube. Para ello preparó un volantín, con un palillo vertical terminando en una punta de hierro; de éste salía una de las amarras de hilo que llegaba hasta una llave metálica la que actuaba como eslabón, continuándose luego con más hilo hasta las manos de Benjamín. La idea era cargar eléctricamente la llave haciéndola llegar cerca de las nubes. Al bajarla después de subirla varias veces Benjamín notó que la porción superior del hilo estaba erizado, lo que lo animó a acercar sus nudillos a la llave, recibiendo una descarga eléctrica. ¿Qué sería más fuerte para Benjamín Franklin en ese momento, la penetrante sensación de la descarga eléctrica en su piel o la inmensa alegría de la confirmación experimental de su correcto razonamiento? Único testigo aquel día del verano de 1749 fue su hijo William. El experimento se repitió luego en varidas condiciones y la noticia se esparció por el mundo. Hoy en día todos los edificios altos cuentan con su pararrayos.

En 1757 Franklin fue enviado a Londres como representante de las colonias, cargo que mantuvo hasta 1775. En el ambiente europeo su intelecto floreció grandemente y fue poco a poco ganándose el respeto de sus pares. Al final tuvo que optar y regreso a Philadelphia para abrazar la causa nacionalista. De hecho fue firmante del acta de la independencia y, junto a Jefferson, fue uno de los principales redactores de la constitución original de los Estados Unidos de América. Sin embargo, no todo fue perfecto pues en esta empresa no sólo no contó con la colaboración de su hijo William, sino que éste se mantuvo firme a la corona inglesa en su cargo como Gobernador Real de New Jersey. La relación entre padre e hijo no se recuperó jamás.

Su fama de hombre ilustrado, sabio y ponderado hizo que el nuevo gobierno le nombrara embajador ante la Francia de Luis XVI. No deja de impresionar que quien fuera un muchacho fugado de su hogar, sin profesión ni educación universitaria, proveniente de las bárbaras colonias americanas, lograra cautivar a la exigente corte francesa y a la comunidad intelectual europea de la época. Después de una exitosa gestión diplomática, retornó a Philadelphia para llevar una vida más tranquila y encontrarse con la muerte puntualmente el 17 de abril de 1790, a los 84 años, bastante por sobre el promedio de vida de su época.

Temuco, junio de 2004.